Un ensayo de cómo las redes sociales, los algoritmos y la IA transformaron la web en una mina de atención, dejando a su paso mentes exhaustas, un debate público empobrecido y una huella ambiental dantesca. ¿Podremos escapar?

El internet se ha roto. La web ya no se siente genuina, las redes sociales dinamitan la cohesión social y el contenido circulante cada vez se percibe más banal; los algoritmos corrompieron la forma de navegar y la Inteligencia Artificial transformó la forma de crear. La vigilancia es constante y los poderes emplean los metadatos para persuadirnos de comprar esto o de votar a aquello. Últimamente hablo más seguido con Nómade, mi condescendiente colega artificial, que, con Alberto, mi estimado amigo personal.
Hoy abrir Facebook o Instagram se vive como ingresar a un casino, más que a mantener una conexión real con un internauta. Luego de scrollear unos minutos, nos topamos con viles artimañas que nos seducen a ver reels (la copia de Meta al formato impuesto por Tik Tok); bien podemos caer en la trampa porque un contacto compartió un meme o porque nos aparece un video tendencioso que se interrumpe intempestivamente, despertando nuestra curiosidad que desea con ansias ver el desenlace, por más que sea altamente predecible.
Una vez allí, nuestro teléfono deja de mostrar la hora y se activa un mecanismo cautivante: videos repletos de estímulos visuales y auditivos nos liberan dopamina, un meme nos hace reír y, en cuestión de segundos, una noticia nos despierta indignación, luego, un tutorial de una receta casera nos inspira a cocinar, pero le sigue un story time que nos insta a dar like para obtener la parte 2 donde, con suerte, culminará la historia, posteriormente, un influencer nos cuela una publicidad con el unboxing de un paquete que le envió alguna marca. Entretanto, surgen anuncios que nos invitan a afiliarnos a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días o a comprar las nuevas zapatillas de Adidas.
Así, paso de sentirme extasiado por los estímulos incesantes, impotente por el sórdido reporte de una masacre en África, entusiasmado por una receta culinaria y expectante ante la historia de una compatriota. Pero con el paso de las horas, esa montaña rusa sentimental se traduce en indiferencia y pérdida de conexión con la realidad, dando lugar a la apatía.
Los creadores de contenido, por su parte, se ven forzados a mantenerse al tanto de las últimas actualizaciones del algoritmo, estudiando las reglas de juego y persiguiendo las tan cotizadas interacciones necesarias para mantenerse en la cima de la intangible pirámide, con el fin de obtener unas dadivas por sus visualizaciones o conseguir algún canje con alguna empresa desesperada por promocionar su novedoso (y muchas veces inútil) producto.
El valor de lo original, de lo genuino, sufrió una hiperinflación. Hoy, para ganar popularidad, es más conveniente hacer video reacciones sobre la nueva canción de Daddy Yankee que escribir una reflexión o, sin ir más lejos, una breve recopilación de información. La superficialidad venció a la profundidad, la estética se impuso sobre lo real. El problema de fondo parece radicar allí, en ese deseo irracional de reconocimiento, como si de ello dependiera nuestra valía personal. La adolescente no deja de admirar al cuerpo hegemónico e hipersexualizado de la joven modelo que viste el conjunto de la temporada que se avecina, y el puberto no puede ignorar el autoproclamado éxito del gurú que se pasea en su Lamborghini alquilado junto a unas muchachas remuneradas.
El dogma de lo viral (como su nombre lo indica) se reproduce como una enfermedad. ¿Por qué diantres la ferretería hace videos cómicos? ¿Con qué fin el pescadero del barrio aparece bailando la canción de moda? ¿Realmente una marroquinería necesita a un Comunnity Manager? Hoy todos estamos compitiendo para captar la atención, para crear engagement con la audiencia. Sin embargo, la avalancha de publicaciones es tal que difumina el interés verdadero: el contenido es cada vez más extravagante, más morboso, más tendencioso, llegando al extremo de que un streamer se someta a ser agredido físicamente y humillado en vivo durante más de 300 horas consecutivas, mientras miles de espectadores hacían “donaciones” y sugerían ideas creativas para maltratarlo, sin que el coloso Kick ni ninguna autoridad gubernamental intervenga al respecto, terminando la transmisión únicamente cuando el producto dejó de respirar.
La tendencia del sujeto performativo y de la marca personal no es novedosa, el polémico pintor Salvador Dalí dijo en su momento: “que hablen bien o mal, lo importante es que hablen de mí. Aunque confieso que me gusta que hablen mal porque eso significa que las cosas me van muy bien. De los mediocres no habla nadie, y cuando lo hacen solo dicen maravillas”. Con el paso del tiempo y la enorme influencia de las redes sociales, el postulado del marketing personal dejó de ser una corriente de la élite farandulera para convertirse en el paradigma, todos diseñando cuidadosamente su avatar digital con la esperanza de obtener validación social y, con suerte, alguna recompensa del casino.
Así, el debate público se reduce a slogans: el formato breve de los reels o de los tweets nos obliga a resumir tanto el argumento que se desdibuja ¿Cómo puedo sostener que el mercado de carbono es una farsa en un video de 90 segundos? Sin dudas, cualquier razonamiento comunicado en un periodo tan corto tendrá fisuras, y la posible respuesta por parte de un internauta también será incompleta, además ¿tengo que captar la atención del público en tan solo 3 segundos? En consecuencia, las ideas complejas pierden matices y se caricaturizan, a su vez, el constante ruido del enjambre digital no nos permite reflexionar y construir una idea original: tomamos de aquí o de allí, y en ello basamos nuestra identidad política. La distopía es tal que una ex cosplayer que señalaba que La Tierra es plana, hoy es la secretaria primera de la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara de Diputados de la Nación.
Otro factor que no debemos ignorar es el auge de la Inteligencia Artificial. Si las redes sociales capturan nuestra atención bajo la lógica del casino, con estímulos incesantes, extorsión sentimental y explotación del ego, los chats de Inteligencia Artificial actúan como seductores, siempre condescendientes y a nuestra disposición. Si las redes satisfacen nuestra necesidad de reconocimiento y, además, nos entretienen, la IA nos brinda comprensión y nos facilita resolver tareas tediosas que no queremos realizar. En los foros circula un ejemplo hipotético pero verosímil: el profesor de la universidad prepara el trabajo práctico con la ayuda de Chat GPT, el estudiante se vale de Deep Seek para resolverlo y el ayudante de cátedra utiliza Gemini para corregirlo (no es la regla, pero es una tendencia en aumento).
También se observa una propensión al contenido elaborado sintéticamente, recuerdo que una colega periodista me contó que cuando trabajaba en un periódico digital de poca monta le exigían publicar 17 notas diarias y, para cumplir con ese objetivo, le recomendaban valerse de la IA. El mundo se acelera, hoy parece ser más importante la cantidad que la calidad, y los medios no quieren quedarse atrás, publican reportes elaborados con IA y, en lugar de contratar a investigadores, prefieren emplear a reconocidos influencers que les atraigan a unos cuantos miles de seguidores y, con suerte, algún auspiciante. “Son las reglas de juego”, me decía otro colega en una tertulia sobre la evolución de la industria mediática, defendiendo el actuar de la empresa que lo emplea precariamente.
Entonces, se genera un círculo vicioso alarmante: le preguntamos a la IA de nuestra preferencia sobre un tema de actualidad y ella se nutre de reportes elaborados con otra IA para responder nuestra inquietud, así la información se va deshumanizando lentamente. Si el dogma de la objetividad aliena al periodismo, el abuso de la Inteligencia Artificial lo despoja de espíritu.
Por si esto no fuese suficiente, hace unos meses uno de los ejecutivos a cargo de los productos de IA de Meta, Connor Hayes, dijo que planean introducir perfiles artificiales en sus redes sociales: “Nuestra prioridad con Meta para los próximos dos años será que IA sea más social, y con ello más entretenida y atractiva de interaccionar con ella”. Es decir, la IA de Zuckerberg ya no solo estará para resumirnos los chats en los grupos de WhatsApp o ayudarnos a interpretar una publicación, sino que interactuaremos con ella como si fuese un par. El casino ya no se contenta con hipnotizarnos; ahora quiere ser nuestro amigo.
Evidentemente, no es un asunto único de esta corporación. Redes como Twitter también están plagadas de perfiles automatizados operados por sofisticados softwares, inclusive hay empresas que venden seguidores sintéticos para inflar los perfiles de cierto famoso digital o político en campaña. Hace unos meses, Twitch baneó a cientos de miles de perfiles falsos que funcionaban artificialmente y algunos streamers vieron como su audiencia se reducía en decenas de miles. El cambio radica en que los perfiles falsos eran entendidos como una estafa para el público y los auspiciantes, mientras que ahora es un plan oficial y cada vez será más difícil distinguir si estamos interactuando con un internauta o con un autómata.
Este panorama no solo afecta a las mentes, sino que también conlleva graves consecuencias ecológicas. Aunque el universo digital es intangible, más allá de los dispositivos que utilizamos para navegar en él, la red requiere de cuantiosos recursos e infraestructura para funcionar: millones de kilómetros de cableado, decenas de satélites orbitando La Tierra, gigantescos galpones que albergan a miles de dispositivos computacionales, usinas eléctricas y millones dispositivos interconectados conforman el conjunto que da forma al mundo digital. Sin dudas, todo eso requiere de una dantesca cantidad de recursos para funcionar.
Ingentes volúmenes de combustibles fósiles son empleados para satisfacer la creciente demanda de energía eléctrica, millones de toneladas de explosivos son utilizados para extraer los imprescindibles minerales utilizados en los dispositivos electrónicos, una inconmensurable cantidad de químicos son destinados al procesamiento de estos metales, millones de toneladas de basura electrónica van a parar a los vertederos, trillones de dólares son destinados a fortalecer las rutas de transporte para asegurar que la delicada cadena de suministro que da vida al intrincado engranaje virtual no se interrumpa… Si entramos en detalles, podríamos extendernos varias hojas enumerando los recursos que hacen funcionar al plano digital, aun así, es imperativo tener en cuenta que todos y cada uno de estos procesos requieren enormes volúmenes de agua, un elemento vital cada vez más escaso.

Sin embargo, a pesar de las evidentes consecuencias ambientales, el universo digital experimenta un Big Bang imparable: cada día se suben miles de millones de publicaciones, aparecen cientos de aplicaciones, se digitalizan incontables documentos oficiales, se transfieren enormes cantidades de dinero, se comparten miles de horas de material audiovisual…. Llegados a este punto, no hay que ser ingenuos ni, mucho menos, fundamentalistas, yo me valgo de las herramientas digitales para escribir este texto y usted emplea su dispositivo de preferencia con conexión a internet para leerlo. Pero cabe preguntarnos ¿Para qué sacrificamos toda esta energía vital planetaria y personal?
Cuando apareció el internet, nos entusiasmamos con la idea de que la red democratizaría la información y crearía conexiones globales con ciudadanos del mundo con los que compartimos intereses. En cierta medida, eso sucedió, pero aquella promesa se deformó hasta volverse irreconocible. Hoy vivimos en la era de la desinformación por sobreinformación: el material con sustancia, la información delicada y las reflexiones profundas son sepultadas ante una dantesca cantidad de contenido banal y superficial. Además, los algoritmos deciden que debe ser promocionado y que debe ser escondido, si uno no logra contentar a la plataforma, lo más probable es que sufra shadowbaning, y salir de ahí es sumamente tedioso, ya que requiere subordinarse a las reglas del sistema.
Ante todo ello, lo que más me consterna es la omnipresencia de la publicidad y la aceleración del consumismo. Recuerdo el internet de antaño, donde las plataformas no nos invadían con publicidad, inclusive había webs libres de anuncios, podíamos navegar sin que nos inciten a comprar, nos conectábamos sin que nos insten a gastar, explorábamos sin ser mercantilizados. Hoy sucede todo lo contrario, cuando hacemos una búsqueda los primeros resultados son páginas promocionadas, al scrollear en las redes nos vemos bombardeados con cientos de publicidades, si entramos al periódico la lectura se ve constantemente interrumpida por los plugings de adds.
Ese es el objetivo de las sofisticadas artimañas que emplean para captar nuestra atención: colarnos la mayor cantidad de anuncios posibles. Afortunadamente, existen los bloqueadores de anuncios, los cuales recomiendo instalar (son gratuitos). Por ese mismo principio, esta web tiene el compromiso de mantenerse libre de publicidad.
Durante un largo tiempo sentí esa inquietud en las entrañas, recurrentemente caía en las garras de los reels y, cuando me daba cuenta, habían pasado horas. Al desconectarme no percibía haber aprendido nada: de los cientos de videos que había consumido solo un par me habían resultado constructivos, además, me dominaba una ansiedad irracional que no sabía bien de dónde provenía. En reiteradas ocasiones me planteé la idea de desinstalar las redes sociales, pero, con la excusa de que trabajo en ellas, no lo hacía. Hasta que vi las métricas de esta web.
En 2021, el 81% de las visitas provenían de las redes sociales, hoy solo el 12% ingresan a esta página mediante las redes sociales, también se observa un aumento de los que llegan a través de los motores de búsqueda o de los chats de IA. Este cambio radica en dos factores, el primero es que dejé de preocuparme por las métricas y el algoritmo, empecé a publicar menos y a priorizar la calidad sobre la cantidad; el segundo es que las redes están diseñadas para que te mantengas en su App, no les gusta que te vayas a una web de terceros donde no tienen el control ni la monetización de la publicidad.
Este dato me llevó a desinstalar del celular todas las apps como Facebook, Instagram y Twitter (esta última nunca la usé mucho), hace unas semanas me di cuenta que había estado varias horas viendo reels y dije “hasta acá llegamos”. Borrarlas se sintió como una liberación, ya que lo primero que hacía al despertarme era consultar las notificaciones y, lo último que hacía en el día era scrollear hasta que el cansancio me obligase a dormir. Hoy, solo entro de vez en cuando desde el computador cuando tengo algún escrito que compartir, o cuando quiero ver que hizo este o aquel amigo.
Volví a enfocarme únicamente en el material desarrollado, a leer en los escasos medios que priorizan lo sustancial sobre lo superficial, a ver documentales de comunicadores independientes con una introducción, un desarrollo y una conclusión, a navegar en los foros de toda la vida donde las discusiones no son efímeras, sino que se mantienen durante meses, años inclusive.
Navegando por allí, leí sobre la tendencia de volver al internet lento, tal parece que somos muchos los que estamos hartos del casino digital híperestimulante donde nos bombardean de anuncios, y muchos foros que se creían extintos están experimentando un renacimiento.
Foto de portada: Freepik.

