Habitamos fortalezas de cemento que nos aíslan del entorno natural, nos concebimos como seres superiores con el poder divino de poseer, controlar y modificar el ambiente; le rezamos a un Dios abstracto y ridiculizamos a quienes veneran a la Madre Tierra; nos comportamos como entes supranaturales, ignorando que nuestra sangre lleva microplásticos y que respiramos aire contaminado. La desconexión con la naturaleza no solo es física, sino y, sobre todo, espiritual, llegando al punto de pretender comprar una parcela en el paraíso. El problema no es solo sociológico o económico: es la moral de una especie que, en su arrogancia, olvidó ser naturaleza.

El humano no es el único espécimen capaz de alterar el ambiente que habita, pero es la única especie capaz de cambiarlo hasta auto convencerse de que prescinde de él. Hoy en día tenemos la posibilidad de encerrarnos varios días sin pisar el afuera: podemos hacer home office, comprar online, pedir comida hecha por delivery, entretenernos con Netflix, informarnos con un streaming, hablar con nuestros amigos por Whatsapp, inspirarnos con música 8D y ducharnos con agua que sale de la canilla como por arte de magia.
Hemos hecho de nuestras ciudades fortalezas de cemento que nos “protegen” de la naturaleza y hemos convertido a nuestros departamentos en búnkeres que nos resguardan de los peligros de la urbe. En la ciudad, el citadino encuentra educación, comida, trabajo, vivienda, pasatiempos y todo lo que cree que necesita, el diario de su vida se restringe a los límites urbanos, si quisiera, el urbanita podría pasarse la vida sin salir de la ciudad.
En la metrópoli las actividades en la naturaleza son relegadas a un segundo plano, como un plan para hacer el fin de semana, ya que es preciso organizarse para salir de la ciudad, además, los ambientes conservados son cada vez más lejanos y difíciles de encontrar. Por eso, cuando el citadino necesita un poco de aire libre recurre a las plazas y los parques, los únicos espacios verdes medianamente accesibles, pero lo que allí encuentra no es más que una vaga representación de la naturaleza: arboles encorsetados en baldosas, césped exótico regado con agua potable, tierra compactada por millones de pisadas, pájaros posados sobre cables y, sobre todo, el constante ruido del tráfico y de la multitud. Ante esta notable desconexión con el ecosistema, muchos urbanitas concilian el sueño escuchando un ambientador de “sonidos del bosque” en YouTube, buscando escapar, aunque sea por un momento, del constante bullicio de la urbe.
Así, la vida urbana transcurre con naturalidad en un entorno artificial y el habitante de ciudad rara vez se detiene a reflexionar sobre los combustibles fósiles que se quemaron para generar la energía que utiliza, las hectáreas que se desmontaron para cultivar su comida, los cerros que se dinamitaron para fabricar su televisor o a donde van a parar sus heces y su basura. Vivir en un entorno artificial, lleno de estímulos, con un ritmo de vida sumamente acelerado y múltiples opciones de entretenimiento crea un contexto propicio para concebirnos como seres ajenos a la naturaleza, como seres superiores con el derecho a poseer el mundo y explotarlo para nuestro beneficio. Por eso, cuando queremos desprestigiar a alguien lo tíldamos de animal, ya sea porque es un perezoso, porque es un burro o porque es una rata.
Para la mayoría de los citadinos la naturaleza no es más que un objeto de estudio, un área competente de los biólogos y los especialistas en ciencias ambientales o, como mucho, un lugar al que ir de vacaciones o el escenario de un documental. Por ese motivo, el debate público, la economía, la política y las preocupaciones del ciudadano están mayormente orientadas a la productividad, al valor de la moneda y al poder de consumo, aceptando que la explotación ambiental es el medio para alcanzar esos objetivos. Mientras tanto, nos sumergimos cada vez más en el universo digital, ampliando nuestro distanciamiento con la naturaleza.
Como periodista, a veces las escuelas me invitan a hablar de ecología y siempre inicio mis intervenciones con la misma pregunta ¿Hay alguna actividad humana que no guarde relación con la naturaleza? Los estudiantes de secundaria, aunque dudan, suelen responder que no, pero los niños rápidamente se arriesgan a decir que los videojuegos y la inteligencia artificial no dependen de la naturaleza, que son cuestiones únicamente humanas, quedando atónitos cuando toman noción de los numerosos recursos y la compleja red que hace funcionar Minecraft. No es llamativo, ya que muchos niños pasan más tiempo explorando ese universo cúbico que indagando en el mundo real.
Sin embargo, es preciso aclarar que la desconexión con la naturaleza no es una condición única del citadino, pues el productor rural hace de los agroquímicos un insumo imprescindible y utiliza semillas genéticamente modificadas como si fuera lo más normal del mundo (además, la industrialización del campo genera un notable éxodo rural hacia las ciudades, reproduciendo el estilo de vida urbano). Pero es en la ciudad donde la desconexión alcanza su máxima expresión: el urbanita no solo explota, sino que tiende a ignorar lo explotado.
Para colmo, el mundo es gobernado desde las megalópolis, donde las corporaciones comercian con bonos de Co2 y los gobiernos deciden sobre el mar en base a los yacimientos petrolíferos que contiene su lecho. La lógica especista del sistema es evidente, no hay reparos a la hora de esclavizar animales, destruir bosques y llenar los océanos de plástico. Multiplicamos aquellos animales que son de nuestra utilidad, masacramos a las especies exóticas por sus cuernos o su pelaje e ignoramos a aquellos especímenes que nos parecen inútiles.
El ecocidio perpetrado contra la biodiversidad desató una gran extinción masiva, la sexta en la historia del planeta, pero la primera provocada por factores bióticos. El Homo Sapiens abandonó su rol ecosistemico hace siglos y se comporta como una especie exótica invasora allí a donde vaya.
El antropocentrismo subyacente de la lógica actual se reproduce y exacerba a niveles inusitados, hasta el punto en el que un presidente se cuestiona ‘¿Cuál es el problema si una empresa contamina un río?’ Entretanto, el acelerado desarrollo tecnológico nos seduce a actuar como dioses: modificamos el ADN de especies, enviamos personas fuera del planeta y nos apuntamos con miles de ojivas nucleares que podrían esfumar a la humanidad de la faz de la Tierra.
Ciertamente, sería imposible mantener una actitud tan depredadora sin justificaciones filosóficas, éticas, ideológicas y religiosas que respalden nuestras acciones destructivas. Uno de los mayores justificantes de nuestra cultura es la concepción antropocéntrica, materializada en el sistema patriarcal y reforzada por la estructura capitalista, arraigada en lo teológico y expandida por la colonización. Vernos a nosotros mismos como seres ajenos a la naturaleza, como entes con el poder divino de poseer, modificar y controlar el ambiente desvirtúa nuestra forma vivir y contamina nuestra espiritualidad.
La hegemonía de esta concepción deslegitima y ridiculiza aquellas cosmovisiones que veneran a la Madre Tierra, aquellas culturas que reconocen el espíritu de la selva y que admiran lo vivo sin pretensión de dominarlo. Por eso los pueblos originarios que eligen aferrarse a su cultura ancestral y mantenerse en el aislamiento voluntario, habitando y conviviendo con la naturaleza, son constantemente acorralados y desplazados por el avance extractivista, perseguidos por ser un obstáculo al desarrollo, por recordarnos que otra forma de vivir es posible.
No obstante, a pesar de que las consecuencias ambientales de nuestros actos son evidentes, seguimos viviendo bajo un sistema que contradice las leyes de la biosfera, en un mundo donde el agua cotiza en Wall Street y el dióxido de carbono no es más que un commodity, en una sociedad obstinada en mantener un crecimiento infinito porque el verde más importante es el del dólar. La naturaleza es violada de todas las formas imaginables, no se respetan sus ciclos, se altera su equilibrio y se sacrifican sus órganos vitales, la humanidad es como el hijo bastardo que le pega a la madre sin remordimientos.
Ante ello, es preciso advertir que no se trata solo de un problema sociológico y económico, sino y, sobre todo, de un profundo dilema moral y espiritual. La política se deshumaniza cada vez más, los números de la economía no respetan ninguna ética, los ecosistemas son vistos como “recursos naturales” y las personas como “capital humano”, el imperio capitalista avanza con su apetito colosal mientras millones de personas rezan para alcanzar la cima de una pirámide cuyos cimientos se resquebrajan. La situación espiritual es tan crítica que incluso hay pastores sectarios que garantizan un lugar en el paraíso a cambio de un generoso diezmo.
Sin embargo, aunque el horizonte se ve oscuro, si hay algo que nos caracteriza como especie es nuestra amplia capacidad de adaptación y de cambio y, de la misma forma en la que erigimos una civilización depredadora y voraz, podemos construir una estructura que se desarrolle en armonía con la naturaleza, respetándola y cuidándola. Pero para lograrlo, es imprescindible plantearnos algunas reflexiones profundas ¿Somos un animal más o una especie superior? ¿Cuál es nuestro propósito en la Tierra? ¿A quién le veneramos? ¿A un Dios abstracto o a la madre tierra? ¿Tenemos derecho sobre el planeta? ¿Hasta qué punto? ¿La naturaleza tiene derechos? ¿Cuáles?
Lo primero que hay que tener en cuenta es que la naturaleza no necesita de nosotros, sino que nosotros la necesitamos a ella. Si la humanidad desapareciera, la vida continuaría palpitando; pero si el colapso ecológico se materializa, la Tierra se tornaría inhabitable para la gran mayoría de especies, incluyendo al Sapiens. Ese argumento debería ser suficiente para desterrar la arrogancia antropocéntrica y comprender que no se puede vivir contrariamente a las leyes de la naturaleza, que si nos comportamos patológicamente el planeta responderá con fiebre, con un calentamiento global promedio de 1.3 °C y que en 2024 alcanzó los 1.55 °C con respecto a la era preindustrial, acercándonos a peligrosos puntos de no retorno.
La sangre de la mayoría de las personas está contaminada con microplásticos y PFAS, el agua que se bebe en muchas ciudades está corrompida por agroquímicos y el aire que se respira en la urbe está cargado de partículas finas que penetran hasta lo más profundo de los pulmones, un coctel con efectos sumamente perjudiciales para la salud. Por ello, reconectar con la naturaleza no es solo una cuestión moral, sino un imperativo para la preservación de la humanidad.
No se trata de volver a las cavernas ni de abandonar la tecnología, se trata de reflexionar y hacerle honor al nombre de nuestra especie, comportarnos como Sapiens y no como soberbios e imbéciles. El problema no es la técnica, sino lo que hacemos con ella, las armas no matan si no son empuñadas por asesinos ¿De qué sirve extraer petróleo de las profundidades del océano para fabricar un sorbete descartable? ¿O usar una herramienta tan sofisticada como la Inteligencia Artificial para una nimiedad como convertir nuestras selfies al estilo Ghibili? ¿O fabricar complejos aparatos electrónicos diseñados para tener una corta vida útil y acelerar el consumo?
Ante ello es evidente que necesitamos un cambio radical, que si no actuamos ahora mañana podría ser demasiado tarde. La buena noticia es que el cambio esta germinando, en los campesinos que practican la agroecología, en los jóvenes que eligen reparar para burlar a la obsolescencia programada, en las comunidades indígenas que defienden su territorio con alma y cuerpo, en los científicos que convierten datos en denuncias y que democratizan el conocimiento. No son héroes, sino personas que entendieron que es imperativo reinventarnos y organizarnos, el cambio no vendrá desde arriba, sino que brotará desde la base de la tierra.
Foto de portada: AFP.

